Si nos fijamos en el contenido de las categorías que componen el manual
diagnostico de enfermedades mentales, podemos entender por qué los
expertos coinciden en señalar que el DSM se orienta, cada vez más, hacia
la consideración de los hábitos de la vida moderna como enfermedades.
Esto se hace posible porque no existe una clara distinción entre
la normalidad y la enfermedad si uno se orienta por criterios
cuantitativos. Es fácil ver que, si en vez de requerir cinco
criterios para diagnosticar una enfermedad el manual exigiera
cuatro, habría más personas con dicho diagnóstico.
De hecho, según el creador del DSM V, la ligereza de los
criterios de las categorías de esta versión causó varias
epidemias: la del TdAH, la del autismo y la del trastorno
bipolar, así como transformó la timidez normal en un
trastorno demasiado frecuente: la fobia social.
Conductas que antes se consideraban normales pasaron a
ser un trastorno, se produjo una patologización de la
experiencia humana cotidiana, lo cual abrió la veda para
que la industria farmacéutica fuera introduciendo la
creencia de que lo que antes era normal, ahora necesitaba
ser tratado. De hecho, las cifras son escandalosas, la
mitad de los americanos experimentan un desorden
psiquiátrico al menos una vez en la vida ; y un estudio
del National Institutes of Health (NIH) revela que a los
21 años, más del 80% de los jóvenes estadounidenses
cumplen los requisitos de un trastorno mental.
Lo que les lleva a afirmar a los autores del
estudio que «la enfermedad psiquiátrica es casi una
experiencia universal». Con la última versión del
manual, el DSM-5, esta tendencia parece ser más
acuciante debido, entre otras cosas, a que los retrasos
en su publicación llevaron a suprimir los controles de
calidad. La fiabilidad de los diagnósticos en los
ensayos de campo es bastante inferior a la obtenida con
las versiones anteriores. De esta manera, se ha
conseguido transformar la ansiedad, la excentricidad,
los olvidos y los malos hábitos a la hora de comer en
trastornos mentales. A lo que debemos añadir, la
introducción de una categoría aplicable al 100% de los
niños, el «trastorno de desregulación disruptiva del
estado de ánimo», que no es otra cosa que la
transformación de los berrinches y las pataletas en un
trastorno mental.
Así, el DSM se ha convertido en una especie de
guía de vida que nos dice lo que deberíamos hacer
para considerarnos normales. Por lo general, con
tan sólo dedicar unos pocos minutos a interesarnos
por la vida de las personas, enseguida encontramos
un acontecimiento que determina, por ejemplo, el
estado de tristeza en el que uno se encuentra. Eso
en ningún caso puede ser considerado una
enfermedad, porque si no, podríamos llegar a
considerar todo aspecto de la vida humana como una
patología salvo, claro está, la práctica misma de
la psiquiatría
En psiquiatría no hay pruebas de laboratorio
mediante las que decidir si alguien padece o no un
trastorno. Todos los estudios sobre marcadores
biológicos han resultado ser una pérdida de
recursos y de tiempo.
Asimismo, tampoco se puede asegurar que los
trastornos mentales sean entidades
independientes. Esto hace que los
diagnósticos dependan de juicios subjetivos
fácilmente influenciables por diversos
grupos de presión. Lógicamente, si la
industria farmacéutica quiere vender sus
productos, le interesará poder llegar a más
gente y que, por tanto, dichos criterios
sean más ligeros, menos rígidos y abarquen
al mayor sector de población posible. El
propio Allen Frances sugiere que el Prozac
fue un éxito de ventas debido, en gran
parte, a los superficiales criterios
diagnósticos de la depresión presentes en el
DSM-III-R, que se publicó el mismo año en el
que el Prozac salió al mercado. Las
categorías son al final acuerdos, y éstos
cambian con el tiempo. Por eso, como se
aclara en el DSM-IV, no hay que considerar
dichas entidades como «reales» y no hay que
seguir el manual «a rajatabla como un libro
de cocina». Sin embargo, lo más habitual
sigue siendo que si uno ve a un estudiante
de psicología de cualquier universidad,
seguramente tenga en un bolsillo el
breviario del DSM (ya ni siquiera se lee el
manual entero) y, en el otro bolsillo de la
bata, tenga un vademécum. Es una lástima,
pero tal y como está orientada la
psiquiatría en la actualidad, con esos dos
libros, se puede ejercer la profesión
>La inadaptación como enfermedad
Otra de las características de las categorías diagnósticas es que implican cierta
consideración social, cierto juicio social. Como hemos comentado, fue con el inicio de la
Época Moderna que se empezó a poner en tensión la locura con la razón y, de ahí, con el
orden establecido, lo cual le acarreó el encierro a partir del siglo XVII. Se convirtió en un
problema social y, con posterioridad, se medicalizó, se transformó en una enfermedad. Esta idea la refleja específicamente Pierre Janet, destacada figura de la psicopatología del siglo XIX. Para este autor, la locura era un concepto «debido a la policía», de tal modo
que definía al loco como «un hombre que no sabría vivir en las calles de París». Resulta muy común ver en casi todas las descripciones de la locura menciones a las
conductas disruptivas y asociales, lo cual entraña siempre un juicio de valor y una
condena social.
Por ejemplo, en la actualidad, tenemos que esta desadaptación queda plasmada como
rasgo indeleble de los «trastornos de la personalidad». Son, efectivamente, trastornos
desadaptativos, trastornos que generan esa tensión con lo social. Estas entidades quedan
definidas como un «patrón permanente de experiencia interna y de comportamiento que
se aparta acusadamente de las expectativas de la cultura del sujeto».
La cultura
tiene unas expectativas para el sujeto y el sujeto se debe ajustar a ellas. El apartarse le
lleva al sujeto a presentar un «trastorno de la personalidad»: «cuando los rasgos de
personalidad son inflexibles y desadaptativos [...] constituyen un trastorno de la
personalidad». Se ve cómo hay cierta intención moralista y normativizante que acerca
a la patología la particularidad más radical de cada cual. Por ejemplo, un niño más
movido que otro puede empezar a tener problemas cuando perturba el orden social
instaurado en su clase. Y, dependiendo de la tolerancia de cada maestro, es decir, de un
criterio estrictamente subjetivo, esta diferencia del niño entraña el riesgo de hacer saltar
las voces de alarma de un posible TdAH. Las enfermedades mentales son en gran parte
una cuestión ética y psicosocial, juicios de valor donde se necesita que alguien decida qué es un síntoma y qué no lo es.
Conclusiones
En el manifiesto biologicista que Klerman escribió para los neo-kraepelinianos
planteaba cuestiones como la clara separación entre la normalidad y la enfermedad, la
existencia de múltiples enfermedades mentales y que los psiquiatras deberían centrarse en
los aspectos biológicos. Las terapias de conversación quedarían relegadas por las
neurociencias y la genética molecular. La relación médico paciente se reduciría a
manipular neurotransmisores, no a entender pensamientos y sentimientos. En este
sentido, una de las cabezas visibles del grupo, Nancy Andreasen, afirmaba que el tiempo
de las consultas se reduciría a constatar síntomas y adaptar la medicación. Como se
ha visto, ninguna de estas proclamas puede sostenerse científicamente. Hasta ahora, las
terapias de conversación han ido solucionando los problemas del día a día de las personas, mientras que una orientación biologicista de este tipo no está claro en qué
puede llegar a beneficiar a los pacientes.
En este sentido, recordamos cuando uno de
nosotros, en su primer día dando practicas, tuvo que asistir a una esperpéntica escena que
era la puesta en práctica de este modelo con todos sus presupuestos. Una paciente había
venido a su consulta mensual al Centro de Salud Mental. Se presentaba abatida, triste y
afligida. Llevaba tiempo mal, el médico de cabecera la había derivado por depresión. La
psicóloga que la atendía le pidió que dejara de llorar, que llevaba ya mucho tiempo en
tratamiento como para seguir llorando. La paciente, entre sollozos y balbuceos, consiguió
comunicarnos que su padre había fallecido la semana anterior. La psicóloga, sin que le
temblara la voz, le dijo que aquí no venía a contar su vida, que ella tenía una
enfermedad, que esa enfermedad tenía que ver con la química cerebral y que de lo que
tenía que hablar era de si había hecho lo que ella le había pedido que hiciera en la última
consulta.
El interés por la simplificación de los criterios diagnósticos y el predominio del modelo
biomédico derivó en una gran reducción a la hora de entender la problemática de cada
paciente. Lamentamos constatar que el modo de proceder de esta psicóloga es más
frecuente de lo que pensamos. El sufrimiento humano se reduce a tachar los elementos
de una lista. La narración del propio malestar y la influencia del contexto de la vida de
cada uno se pierden, carecen de importancia o quedan desacreditadas. Sin embargo, la
actividad psíquica no puede reducirse a la repetición del funcionamiento neuronal. Las
explicaciones anatómicas, fisiopatológicas, genéticas y moleculares dicen muy poco sobre
los problemas reales de la gente. Es así que la enfermedad se ve como algo que le
sobreviene al enfermo, cuando, en realidad, es inseparable de su existencia.
En definitiva, un acuerdo nunca es una prueba irrefutable sobre la existencia de un
objeto cualquiera. El hecho de que un malestar se pueda nombrar, no significa,
necesariamente, que tenga que existir. Los trastornos mentales no son algo que existan en
la naturaleza, son abstracciones que alguien, en algún momento, decidió llamar de una
manera determinada.
En la pagina hemos
compartido anteriormente
un Libro de Allen Frances que es una crítica completa al DSM 5, entra a este enlace para ver la publicación dá clic acá.
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